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Cuando la crisis significa abismo

agustino20@gmail.com Augusto Chacón

La certeza que da la rutina. Buenos días, desayunemos. No. Tengo prisa, voy a la escuela, al trabajo o nomás a recorrer las calles o a un café, nos vemos al rato, frase que denota: en media hora, al mediodía o en la tarde o en la noche, da igual. Es la confianza que da el saber lo que cada una, cada uno de los cercanos hace cualquier día, y en donde, en cuáles trayectos, en medio de qué tipo de gente. Certeza en la presencia constante -cercana o lejana, manifiesta o no- de la persona de quien a la hora que sea nos despedimos. Hasta hace no tanto la duda no cuarteaba esa certeza, la de la rutina que en una sociedad en donde el mal y el bien tienen un sitio asignado, de pronto físico, con ubicación precisa, pero sobre todo, luego del tránsito milenario de la humanidad hacia una noción básica y compartida de lo que considera civilizado: el mal debe tener su lugar en el anaquel estrecho de las anomalías, el bien en cambio debe ser omnipresente, el continente salvífico de la rutina que, por ejemplo, se expresa al decir: nos vemos al rato, y saber y sentir que así será, por supuesto nos veremos, ¿por qué no?, así sea en algún punto del tiempo que abarca un rato que es elástico, cronométricamente imperfecto, culturalmente ideal.

Pero la brutalidad primitiva hace que la única rutina cierta pertenezca a lo impensado, al azar o a lo que alguien decida sin aviso, al margen de los acuerdos sociales que nos permiten armar nuestras vidas, seguros en que la libertad, los derechos que gozamos y la protección del Estado nos otorgan el control, de uno en uno y en comunidad, aún sobre algo tan mínimo como el habitual: nos vemos al rato, y decirlo sin titubear. Si está en nuestra voluntad, ¿por qué no habríamos de vernos al rato? Quizá un accidente o una invasión extraterrestre; pero nadie piensa en eso cuando en vez de decir adiós, anuncia: nos vemos al rato. La brutalidad primitiva torna costumbre la incertidumbre, o expresado de otro modo: vuelve usanza el recelo porque ya no hay manera de anticipar lo que nos espera más allá de los lugares que nos parecen seguros (solo nos lo parecen), más allá que consiste en perdernos de vista de quienes nos quieren, de quienes nos procuran; ni la proximidad virtual del aparato celular es infalible ante la brutalidad primitiva que por todos los medios nos amenaza en el siglo de la inteligencia artificial, de los misterios cuánticos: cuidado, el tigre dientes de sable ataca sin que lo adviertas, esto sí es inequívoco, incuestionable, y la metafórica y múltiple bestia no dejará de ti sino partes, huesos, vestigios de lo que fuiste, si acaso cualquiera tiene la “suerte” de dar con tus despojos, si no, de ti quedará una sombra, un dolor incesante, bárbaro. La ahora cotidiana brutalidad primitiva a lo mucho declarará que desapareciste, pero más bien preferirá asentar que eres “persona no localizada”, y que tus familiares y amigos no protesten, pues el aparato que pretende desmentir las condiciones prehistóricas que son ahora nuestro hábitat tiene sus mecanismos: qué se le va a hacer, esto, súbitamente dejar de estar entre los tuyos, sucede a pesar de que las autoridades tenemos las carpetas de investigación dispuestas para ser llenadas. Ahora que la maldad de alta gama es cosa de todos los días y nos topamos con ella a la vuelta de la esquina, ahora que el bien es casi una anomalía, o poco útil para sobrevivir, ¿será menester ya no usar la entrañable expresión: nos vemos al rato sino un adiós terminante? La fatalidad en busca de su rutina, o la rutina de la fatalidad: lo malo que pueda suceder, sucederá. ¿Por qué no? Es decir: no hay quien lo prevenga ni quien lo impida.

Que a lo que ha sucedido en las últimas semanas con los casos de personas desaparecidas le llamemos “crisis” es el reconocimiento de un dejar hacer, dejar pasar que, al parecer, no nos incomoda si acontece como riego por goteo; malo y crítico cuando en la manguera del crimen tolerado algo falla y el cuentagotas se convierte en litros. La crisis inició hace años cuando alguna, alguno cayó en la categoría de desaparecido y ahí se quedó, en esa calidad, sin que los responsables de la seguridad pública sintieran el impulso por saber y explicar qué pasó. Hoy, a la acumulación de crímenes le llamamos crisis y deberíamos sentir vergüenza: antes de las dos últimas semanas, la pila de sombras que forman “los desaparecidos” cuenta catorce mil. Catorce mil. Si de cada una, de cada uno de los que nos hacen falta, contamos a aquellos a los que les dijeron: nos vemos al rato, y a los que estos, a su vez, les refirieron: me dijo que al rato volvía, estamos hablando de una tragedia incesantemente dolorosa que rebasa los sesenta mil, y que debe, como mero gesto de compasión, avergonzar a los millones que vivimos en Jalisco. ¿Cuál logro deportivo, cultural, económico puede tener lustre en medio de esta “crisis” de brutalidad primitiva? Ni digamos lo inconsecuente de festinar un logro político o electoral. Si pudiéramos suspender nuestro ensimismamiento y sentir el pesar de quienes no dejan de esperar que vuelva quien, así como así, desapareció, lo desaparecieron, si pudiéramos entender y hacer nuestro el pesar inefable de quienes lo único que reciben son partes del cuerpo de quien un día fue un ser humano... si pudiéramos, entonces los Gobiernos tendrían que dejar de contentarse con hacer el control mediático de daños y anunciar que la crisis pasó y que seguiremos, con ellos por delante, con el cómodo cuentagotas.

La certeza que da la rutina. Buenos días, desayunemos. No. Tengo prisa, voy a la escuela, al trabajo o nomás a recorrer las calles o a un café, nos vemos al rato

Los Gobiernos tendrían que dejar de contentarse con hacer el control mediático de daños y anunciar que la crisis pasó y que seguiremos, con ellos por delante, con el cómodo cuentagotas

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2023-06-04T07:00:00.0000000Z

2023-06-04T07:00:00.0000000Z

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